viernes, 25 de junio de 2021

Microrrelato: Un desconocido en casa

Entró en casa ya sin ganas de llorar, había gastado todas las lágrimas del día en el camino de vuelta desde el trabajo. Había regresado andando, con la carta de despido en una mano y una bolsa con las pocas pertenencias personales que tenía allí en la otra. La taza de recuerdo con el logo de la empresa la había estampado contra el suelo nada más salir de la oficina.

Su cuerpo bullía con una mezcla de impotencia y odio. Llevaba años dándolo todo por la empresa, haciendo horas extras, trabajando sin descanso, entrando muy pronto para salir muy tarde. Y, de repente, la echaban sin ningún miramiento. «Sabes que te valoro mucho», le había dicho su jefa, «pero es que las cuentas no les cuadran a los de arriba y han despedido sin mirar. He hecho todo lo posible, te lo juro, pero no ha estado en mi mano». Defendiendo a la empresa a capa y espada desde siempre, había descubierto que no era más que un número que no cuadraba en la fórmula.

Se miró en el espejo del recibidor para ver la cara que traía y al verse le dieron más ganas de llorar, pero decidió contenerse. Triste, pasó al salón con la cabeza baja, pensando solo en ir a la cama, tirarse sobre el edredón y dormir hasta hartarse y levantarse por la mañana para, ¿para qué? ¿Qué haría después, sin trabajo al que ir?

Fue entonces cuando vio a aquel desconocido sentado en el sofá. Se le cayó la bolsa al suelo y dio un paso atrás, intentando gritar pese a que su cerebro decidió que solo gemiría por el susto.

El desconocido, con los pies apoyados en la mesa de centro, vestido con una bata roja de Star Trek, con un libro en la mano abierto por la mitad, también la miraba sorprendido.

—¿Quién eres? —preguntó ella bruscamente, buscando la suficiente entereza para simular que no estaba asustada— ¿Qué haces en mi casa? Sal ahora mismo antes de que llame a la policía —y señaló la puerta de la entrada con una mano mientras buscaba el móvil en su bolso con la otra.

El desconocido se incorporó, pero en lugar de acercarse amenazadoramente dio un también un paso atrás, haciendo gestos con las manos para que se calmase.

—¿Tú casa? Esta es mi casa -remarcó la frase —. ¿Cómo has entrado? ¿Me he dejado la puerta abierta?

Ella revisó su entorno, pensando que quizá se había equivocado de planta y habían entrado en el piso de algún vecino por error. No conocía a casi nadie en su portal, pese al tiempo que llevaba allí, por culpa de los prolongados horarios de trabajo que tenía, así que con los nervios por culpa del despido no le hubiese extrañado que se hubiese equivocado de casa. Pero todo lo que miraba era suyo, ese era su salón, aquellas paredes de un amarillo pálido, el sofá de tres piezas blanco, la pequeña mesita de centro con algunas revistas sobre elal, el mueble pequeño para poder apoyar la tele, la mesa redonda extensible para comer. Además, recordó haber abierto la puerta con sus propias llaves.

—¡Narices! —exclamó indignada tras unos segundos de duda—, ¡esta es mi casa!

El desconocido calló y la miró fijamente, frunciendo el ceño, para avanzar un paso. Ella se asustó un poco y quiso retroceder, pero se dio cuenta de que aquel gesto le resultaba conocido, así que también se acercó. Un vago recuerdo flotaba en su cabeza, como si tuviese que saber quién era él.

—¿Nos conocemos de algo? —le preguntó con dudas. Cuanto más lo pensaba, más estaba segura de que era así.

—Puede ser —respondió él, con dudas.

Entonces, ambos giraron la cabeza hacia el mueble de la televisión, donde estaba la foto de recuerdo de los fiordos noruegos, con dos personas luciendo sonrisa ante la cámara. Ella le reconoció a él, «es Mario». Él la reconoció a ella, «es Sandra».

Eliminaron la distancia entre ellos y se abrazaron con la fuerza de miles de días perdidos. Ella se acordó del horario nocturno de Mario mientras que él pensaba en las jornadas maratonianas de Sandra. El tiempo suficiente para no coincidir nunca en casa. ¿Cuánto llevaban sin verse? Lo necesario para olvidarse.

Agarrados el uno a la otra, lloraron. «Pensé que no me quedaban lágrimas» se dijo ella, pero tenía las suficientes para algo que no fuese el trabajo. Recordaron como besarse y ella pensó que tenía un hombro en el que apoyarse y alguien a quien contar sus penas. Aunque en ese momento ya no le importaba nada su antigua empresa. Ahora necesitaban tiempo para disfrutar del reencuentro, para volver a empezar.

4 comentarios:

Al introducir un mensaje, se mostrará el usuario Google con el que has realizado dicho comentario. En caso de no querer mostrarlo, por favor no insertes ningún comentario.