Casi la mitad de la cama le pertenecía a ella. Casi la otra mitad, a sus hijos. Solo un pequeña parte le correspondía a él, al borde del precipicio.
Y eso que las noches comenzaban siempre en tablas, mitad de la cama para cada uno. «A ver si esta noche dormimos tranquilos» se decían. Pero, poco a poco, iban llegando los pequeños inquilinos, con sus miedos nocturnos, dispuestos a despojarle de sus tierras. Y el precipicio cada vez estaba más cerca.