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sábado, 5 de diciembre de 2020

Microrrelato: El día que me hice mayor

Cuando mi madre me dice aquello de «tengo que contarte algo muy importante, porque creo que ya eres lo suficientemente maduro como para entenderlo, aunque al principio te parecerá surrealista» yo no puedo hacer otra cosa más que estallar. Ni siquiera intento contenerme. Así que le digo un montón de verdades que llevo años guardándome. Desde el día en el que se puso tan enferma y vino aquel extraño doctor a llevársela a su hospital.

Esa fue la primera noche que dormí solo, con doce años que tenía. Como mi padre no estaba ya con nosotros, permanecí en casa sin compañía hasta que ella llegó a la noche siguiente, cansada y llorosa, pero recuperada.

Desde aquella noche, la informo, yo ya me hice mayor. Gritando, le pregunto que por qué tuvo que aceptar justo ese mismo día, que estuvo al borde de la muerte, aquel trabajo con el doctor que nos separó.


Le recuerdo que ya me hice mayor cuando ella comenzó a trabajar desde antes de amanecer hasta ya la noche, los siete días de la semana, todos los días del año.

Sí, me dejaba preparado el desayuno, comida, merienda y cena para todo el día. Mi ropa estaba siempre limpia y planchada cuando yo la necesitaba. En la nevera nunca faltó de nada y me traía lo que le pedía al volver por la noche, o me dejaba dinero para que yo lo pudiese comprar.

Pero le hago saber que yo vivía solo durante el resto del día, que ya hacía tiempo que era mayor. Ya lo era cuando, en el colegio, tenía que decir que mi madre no podría ir a la reunión de padres porque trabajaba hasta tarde. Cuando, si invitaba a alguien a casa, mentía a los adultos diciendo que mi madre nos vigilaría. Cuando lloraba en soledad el día que mi primer novia me dejó por uno con moto. Cuando iba a la junta de vecinos en representación de mi madre. Cuando tenía que acudir a arreglar los papeles del seguro.

Sí, es cierto que nunca me faltó de nada, al menos material. Pero eché de menos la compañía de mi madre, que me obligó a hacerme mayor con tan solo doce años por culpa de un trabajo que no le dejaba ni librar los días festivos. Que no le concedió ni un día de vacaciones en tantos años para poder irnos juntos a la playa, o a la montaña, o a cualquier sitio, pero juntos.

Y me sincero con ella diciéndole que si el día que se puso tan enferma se hubiese muerto, me hubiese hecho igualmente mayor porque me hubiese faltado igual que hasta ahora. Que si tenía que contarme algo porque ya creía que era mayor, lo podía haber hecho entonces.

Y, tras tantos gritos, ella me mira con una mezcla de tristeza, ternura y quizá algo de miedo, y me pregunta con un siniestro susurro «hijo mío, ¿tú crees en los vampiros?»


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