domingo, 17 de enero de 2021

Microrrelato: El cuento más bonito de todos los tiempos

Sentada en la butaca, Nati miraba por la ventana a través de los últimos estertores de la ventisca blanca, que comenzaba a dejar ver algo más allá de los densos nubarrones. Como había esperado, esa nevada había sido aún más dura que las últimas. Todo seguiría yendo a peor.

Comenzaba a oscurecer y la estancia empezaba a estar en penumbras, alumbrada vagamente desde el interior por la chimenea encendida con algunos de los últimos restos de madera seca. Estaba aterida, alejada del fuego con tres mantas encima, pero no podía separarse de la ventana y dejar de observar los restos de la Luna orbitando alrededor de la Tierra. Tras el impacto del cometa con el satélite terrestre, la Luna acabó cayendo sobre el planeta, desintegrándose en un montón de fragmentos al alcanzar el límite de Roche. El resultado fue aquel anillo de roca tan hermosamente hipnotizante, como si toda la humanidad se hubiese trasladado a Saturno.

Había hecho bien en alejarse de la costa en los primeros momentos de la catástrofe. De su antigua casa ya no debía de quedar ningún resto, seguramente habría sido devastada por las enloquecidas mareas que comenzaron a lanzar olas de miles de metros de alto contra tierra. El pequeño refugio en la montaña de la familia de su pareja, más hacia el centro de Europa, les había salvado.

Al menos, mientras hubo electricidad. Cuando llegó la inevitable pérdida de suministro, las interminables nevadas y las noches heladas con un montón de grados bajo cero, la cosa se comenzó a complicar. Andy se había marchado aquella misma mañana, tras una fuerte discusión por la pérdida de esperanza de la propia Nati, que aseguraba que ya les quedaba poco. Su pareja siempre había sido muy valiente y muchas veces le echó en cara su pesimismo. Era de esperar que todo acabase así.

Desde su marcha, Nati se quedó allí sentada, mirando el anillo. Muchos de los fragmentos más pequeños ya habrían caído a la Tierra, desintegrándose al entrar en la atmósfera. Creía haber visto algunas débiles bolas de fuego cruzar el cielo cuando la climatología les daba un respiro. Pronto, alguna roca mucho más grande comenzaría su descenso y todo acabaría. Pero ella no lo iba a ver. Estaba segura de que no iba a pasar de aquella noche. La caldera de gasoil ya estaba agotada, en la leñera sólo había media docena de buenos troncos secos y las bajas temperaturas no daban ni un respiro. Pero le daba igual, le bastaba con ver vagamente el horizonte y disfrutar de aquella majestuosidad orbitando alrededor del planeta.

Y aquella su fuente de inspiración. Le llevaba todo el día rondado una idea por la cabeza, desde que Andy dijo adiós y cerró la puerta, dejándola dejó sola. Por fin había cobrado forma. Se levantó de la butaca, rebuscó en unos cuantos cajones del salón hasta encontrar unos cuantos folios y un lápiz, y se sentó de nuevo a escribir, a rememorar los viejos tiempos, de cuando le publicaron aquellas tres novelas.

Acercó la mesita a la chimenea para poder ver, forzando la vista para apreciar algo con la danzarina luz del fuego. Escribió rápido, sin parar, dejándose llevar, anotando, tachando, rehaciendo, tirando bolas al fuego y buscando más papel. Fue también así como fabricó su primera novela, todo un éxito de ventas mundial que no pudo igualar con la dos siguientes, sus dos grandes fracasos, como ella los denominaba, que la hundieron moralmente y la obligaron a dejar aquella profesión. No se había sentido inspirada desde entonces.

Pero ahora sí lo estaba. Escribía poseída por todas las musas de todas las eras, sin pensar en el frío, ni en Andy, ni en el mañana, solo en aquel anillo de rocas lunares tan prodigioso. Y no paró hasta haber acabado con una veintena de folios repletos de letras apretujadas, a doble cara, llenos de marcas y tachones. A la vieja usanza, como cuando comenzó con sus cuentos en el instituto.

Se marchó a la cama, dejando los rescoldos de los últimos leños en la chimenea, se tapó con todas las mantas que encontró en el armario y lo repasó. Estaba innegablemente satisfecha. No quería pecar de vanidosa, pero era la historia más preciosa que nadie podría haber escrito. Creía estar siendo simplemente objetiva, tenía claro que si al día siguiente lo pudiese publicar, nadie podría decirle lo contrario. Y tenía razón, así sería. Las editoriales se habrían peleado por ella, habría sido el relato más leído desde la invención de la escritura y habría inspirado a cientos de miles de autores con millones de nuevos textos basados en él.

Pero también creía que no iba a pasar de esa noche, quizá incluso nadie lo haría. Así que agarró el cuento más bonito de todos los tiempos con ambos brazos, lo pegó a su pecho, y se durmió con una gran sonrisa en su rostro.

En aquello también tenía razón.

2 comentarios:

Al introducir un mensaje, se mostrará el usuario Google con el que has realizado dicho comentario. En caso de no querer mostrarlo, por favor no insertes ningún comentario.