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martes, 18 de mayo de 2021

Microrrelato: A las dos y media para comer

Mario entró en casa corriendo por el patio de atrás, muy ilusionado. Iba acompañado por Isabella, la nueva vecina que había llegado al barrio aquel verano. Ambos tenían diez años y habían hecho muy buenas migas. Se dirigió hacia el despacho de su madre, Ana, que en ese momento aún estaba trabajando, sentada al ordenador, revisando errores de programación y apuntando notas sin parar.

—Mamá, mamá, ¿puedo ir a casa de Isabella? —le preguntó—. Vamos a jugar a la máquina del tiempo para viajar al día en el que nací.

Isabella tenía los mismos gustos que su hijo. En su garaje había infinidad de juguetes llenos de interruptores y luces que construían sus padres, y los dos niños siempre se inventaban multitud de aventuras con todos aquellos cachivaches. Después, él le contaba todas las historias que habían vivido y lo mucho que se había divertido.

Ana siempre se asombraba por la imaginación de su hijo, que se había disparado desde la llegada de Isabella. Le gustaba aquella chica y lo compenetrados que estaban ambos. En poco tiempo se habían convertido en los mejores amigos del mundo y ya no jugaba con los hijos del fontanero, que se dedicaban a tirarles piedras a pájaros y gatos. Así que no dudó en dejarle ir.

—Venga, márchate, pero prométeme que serás puntual y estarás aquí a las dos y media para comer.

—¡Prometido, mamá! —respondió él, y salió corriendo de la mano de Isabella.

Ana siguió con su trabajo hasta dar las dos, momento en el que se levantó para preparar la comida. La cocina, con acceso desde el patio trasero, era lo suficientemente grande como para tener una mesa en la que comer cuatro personas. Se arrepentía de no haberle dicho a Isabella si quería comer con ellos, había preparado pasta para media docena de niños hambrientos y seguro que a su hijo le hubiese encantado. Ya lo haría la próxima vez.

Justo cuando dieron las dos, la puerta corredera de la cocina se abrió. Ana se giró para decirle a su hijo que se lavase las manos, pero en la entrada no estaba él, sino un joven, veinteañero quizá, que la miraba fijamente. Ana se asustó al ver a un desconocido entrar de esa manera, por la puerta de atrás, sin pedir permiso, sin haber llamado siquiera al timbre. El trapo, que lo llevaba en las manos, se le cayó, y buscó el móvil con la mirada, para ver si le daría tiempo a cogerlo y llamar a la policía si era necesario.

Pero cuando vio que una lágrima se deslizaba por la mejilla del chico, se dio cuenta de que le transmitía cierta confianza. Y, fijándose más detenidamente, sus rasgos comenzaron a resultarles familiares. Le recordaban a su marido en aquella foto en tiempos de universidad, de cuando era joven.

El chico se acercó un paso, despacio, intentando no asustarla, sonriendo, casi llorando, y dijo:

—Como te prometí hace diez años, mamá, he sido puntual. Ya estoy aquí para comer.

Aquel día Mario volvió a comer aquella pasta tan rica que preparaba su madre y que tanto le encantaba. La había echado de menos durante tanto tiempo.

2 comentarios:

  1. ¡Muchas gracias! Y no tan terrorífico como otras veces, aunque las malas lenguas digan lo contrario XD

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